El coraje de seguir adelante
Hoy necesito hablar de uno de esos momentos que pueden romperlo todo sin hacer ruido. Ese instante en el que la vida parece detenerse y deja a la vista nuestra fragilidad más profunda: la incertidumbre ante un problema serio de salud.
Todo comienza con pequeñas señales de tu cuerpo que intentas ignorar… hasta que ya no puedes. Tu cuerpo empieza a hablarte con una claridad que da miedo: “Algo no está bien”. Los síntomas te confunden, te faltan fuerzas, te sientes extraño, vulnerable. Luego llegan las analíticas, esas cifras que no entiendes del todo pero que sabes que van mal. Lo notas en la cara de los médicos, en la rapidez de su paso, en el silencio frío que se instala en la consulta. Un silencio que pesa. Un silencio que asusta. Un silencio que te confirma, sin palabras, que algo serio está ocurriendo.
Aún así, no hay respuestas definitivas, solo posibilidades. Posibilidades duras, difíciles de escuchar, enfermedades que pueden cambiarlo todo. Y, sin embargo, hay que esperar. Ese “hay que esperar” se clava como una espina, que te obliga a vivir en un terreno donde nada es seguro. Y en ese instante, casi sin darte cuenta, el tiempo se detiene.
Te quedas suspendido entre lo que podría ser y lo que todavía no se sabe. Sientes que pierdes el control de tu vida, como si alguien hubiera apagado la luz y solo pudieras sentarte quieto, intentando no derrumbarte.
La angustia aparece sin avisar. La ansiedad se instala en tu pecho. El miedo te acompaña a todas partes, incluso cuando intentas descansar. Y mientras tanto, los síntomas físicos siguen ahí, recordándote cada segundo que algo dentro de ti está luchando, desgastándose, pidiendo atención.
En medio de todo eso, nace un deseo casi desesperado: saber. Necesitas ponerle nombre a lo que te pasa. Pides, aunque duela, un diagnóstico. Es una forma de agarrarte a algo. Como si, al saberlo, la historia tuviera por fin un marco, una dirección, un punto y seguido. Y, quizás, la incertidumbre baje un poco, aunque solo sea lo suficiente para respirar.
Cuando por fin llega la respuesta, te agarras al tratamiento como si fuera una tabla en aguas turbulentas. Empiezas a confiar en que puede funcionar. Te dices que sí, que esto tiene un camino, que hay una dirección.
Y en esa confianza, encuentras un refugio. A veces pasajero, a veces frágil, pero suficiente para darte un respiro mental, aunque sea por un instante. ¿Es un autoengaño? Quizás. Un mecanismo de defensa que no permite seguir adelante cuando el alma está cansada.
Y cuando el tratamiento termina, la historia no se cierra. Vuelven las pruebas, vuelve la espera, vuelve el vacío que ya conoces demasiado bien, y con él, la incertidumbre.
Una incertidumbre que no se elige, pero que se acepta. Que duele, pero también regala una pena que nunca creímos tener. Una incertidumbre que nos enfrenta a lo más humano de nosotros mismos: el miedo, la vulnerabilidad, la esperanza… y ese impulso inexplicable que nos hace seguir, incluso cuando el camino se vive con temblor en el pecho.